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— 17 — los jefes avivaron e) entusiasmo en el corazón de los españoles, porque el corazón del español fácil mente respondía al llamamiento del honor, sino al de la humanidad. Todos pues prometieron seguir al lado de su capitán hasta el último trance. Pero si querían permanecer por mas tiempo en laposi* cion en que se hallaban, era absolutamente pre ciso desalojar al enemigo de la fortaleza; y antes de intentar osla empresa peligrosa, Hernando Pi zarra resolvió dar un golpe al enemigo capaz de retraerle de nuevos ataques a sus cuarteles. Comunicó el proyecto a sus oficiales, y formando su pequeña tropa en tres divisiones, las puso a las órdenes de su hermano Gonzalo, de Gabriel de Rojas, oficial en quien tenia gran confianza, y de Hernán Ponce de León. Envió delante a los indios auxiliares para desembarazar de escombros el te rreno, y después las tres divisiones salieron si multáneamente por los tres puntos principales que conducían al campo de los sitiadores. Las avanza das que encontraron al paso fueron fácilmente derrotadas, y las tres divisiones cayendo Juego impetuosamente sobre las desordenadas líneas de los peruanos, les cojieron completamente de sor presa. Por algunos momentos la resistencia fué débil y la matanza terrible; pero los indios se fue ron después poco a poco rehaciendo, y formándose con cierto órden, volvieron a ía pelea con el valor de hombres acostumbrados ya a los peligros. En tonces combatieron cuerpo a cuerpo con sus hachas y mazas chapeadas de cobre, mientras una grani zada de dardos, piedras y flechas caía sobre los bien defendidos cuerpos dé los españoles. Los bárbaras mostraron en esta ocasión mas disciplina de la que era de esperar, lo cual se atri buye a varios españoles, que habiendo sido jene- rosamente perdonados por el Inca, le dieron al gunas lecciones en el arte de la guerra. También habían aprendido los peruanos a manejar con cierta destreza las armas de los conquistadores; los españoles vieron a muchos de ellos con escu dos, yelmos y espadas de fábrica europea y aun a algunos montados en caballos que habían quitado a los blancos (1). Especialmente fué de notar el jóven Inca que vestido a la moda europea, mon tado en un caballo de batalla que manejaba con gran destreza, y llevando una larga lanza en la mano, guiaba a sus tropas al combate. La pron titud con que los peruanos adoptaron la táctica superior y las armas de los conquistadores, su pone en ellos un grado de civilización mayor que ,el que habían alcanzado los aztecas, los cuales en su larga lucha con los españoles, jamás pudieron dominar el terror que les inspiraba el caballo has ta el punto de montarle. Pero pocos dias o pocas semanas de esperiencia no eran bastantes para familiarizarlos con armas y mucho menos con táctica tan distintas de las su yas. Así el combate en esta ocasión, aunque soste nido con ardor, no duró mucho. Después de una animada lucha, en que los indios se arrojaban im pávidos sobre los jinetes procurando arrancanles de sus sillas, se vieron obligados a ceder el cam po ante las repetidas cargas de los españoles. Mu chos fueron atropellados por los caballos, otros heridos con las anchas espadas españolas, mien tras los arcabuceros sosteniendo a la caballería (t) Herrera afirma que los peruanos usaron contra los conquistadores de sus mismas armas de fuego, obligando a los prisioneros a poner en órden los mos quetes y a fabricar pólvora para ellos. Hist. Gen., dec, ‘V, lib, VIH, capítulos V, VI. hacían un nutrido fuego que diezmaba terrible mente la retaguardia de los fujitivos. Al fin el jefe castellano, saciado de matanza y esperando que aquella lección baslaia para que el enemigo no volviera por entonces a incomodarle, retiró las tropas a los cuarteles de la capital (1). En seguida trató de recobrar la cindadela. La empresa era peligrosa: la fortaleza dominaba la parte del norte de la ciudad y estaba situada so bre una alta roca bastante escarpada para ser considerada como inaccesible por aquel punto, en el cual solamente la defendía un simple muro. Por la parte del campo era mas fácil el acceso, pero estaba protejida por dos muros semicircula res de unos mil doscientos piés de estension cada uno y de grande espesor, construidos con piedras macizas, o mas bien rocas, puestas unas sobre otras sin mezcla alguna que las uniese, y forman do una especie de obra rústica. El terreno entre estas dos líneas de defensa tenia el declive sufi ciente para que la guarnición, protejida por sus parapetos, pudiese descargar sus flechas sobre los sitiadores. Pasado el muro interior se encontraba la fortaleza, compuesta de tres fuertes torres, una de grande altura, de la cual y de una de las mas pequeñas estaba posesionado el enemigo bajo el mando de un inca noble, guerrero de probado es fuerzo y dispuesto a defenderse hasta el último estremo. Hernando Pizarro confió esta peligrosa empresa a su hermano Juan, en cuyo pecho ardía el espíri tu aventurero de uno de aquellos caballeros erran tes que nos pintan las novelas. Como la fortaleza debía ser acometida por la parte del campo, y como para esto era preciso atravesar los pasos di fíciles de la montaña, fué necesario llamar la aten ción del enemigo hácia otro punto. Poco antes de ponerse el sol, Juan Pizarro salió de la ciudad con un cuerpo escojido de caballería y tomó una dirección opuesta a la del fuerte, para que el ejér cito enemigo creyese que su objeto era forrajear. Pero contramarchando en secreto luego que llegó la noche, halló afortunadamente los pasos déla montaña abandonados y llegó al muro esterior de la fortaleza sin ser sentido déla guarnición (2). La enlrada era una estrecha abertura practicada en el centro del muro; pero estaba cenada con pesadas piedras que parecían formar una sola y misma obra con el resto de la fábrica. El separar aquellas enormes masas sin que la guarnición lo echase de ver era solo asunto de tiempo, pues los indios, que raras veces peleaban de noche, no es taban enterados en el arte de la guerra lo suficien te para proveer a su seguridad por medio de cen tinelas que evitasen las sorpresas. Terminada la operación, Juan Pizarro y su valiente tropa pene traron a caballo por la puerta y se adelantaron hácia el segundo parapeto. Pero sus movimientos no fueron ejecutados con tanto secreto que dejasen de ser advertidos por el enemigo, y asi encontraron en la parte interior un enjambre de guerreros que al acercarse los es pañoles descargaron una lluvia de flechas, obli gándoles a hacer alto. Juan Pizarro, conociendo que no había tiempo que perder, mandó que la mitad de su jente se apease, y poniéndose a la ca beza se preparó a abrir otra brecha en las fortifica ciones. Pocos dias antes había sido herido en la (1) Pedro Pizarro, Descub. y Conq., M. S.—Conq. y Pob. del Pirú, M. S.--Herrera, Hist. general, dec. V, lib. VIII, cap. IV, V. (2) Conq. y Pob. del Pirú, M. S.