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— 1 do el valle y en las crestas de los montes, y tan espesos, dice un testigo de vista, como las estre llas del cielo en una clara noche de verano (1). An tes que la luz que despedían estos fuegos hubiese empalidecido ante la claridad de la mañana, des pertó a los españoles el horrible clamoreo de ca racoles, trompetas y atabales acompañado de fe roces gritos de guerra que lanzaban los bárbaros a tiempo de disparar granizadas de armas de todas formas. Muchas de estas armas caían sin hacer daño dentro de la ciudad; pero otras ofrecían un peligro mas serio, pues eran flechas encendidas y piedras echas ascua envueltas en algodones im pregnados de alguna sustancia betuminosa que describiendo largos rastros de luz en el aire caían sobre los techos de los edificios y les incendiaban en un momento (2). Los techos, aun los de los me jores edificios eran de paja, y ardían con tanta facilidad como si fueran de yesca. En un momento estalló el incendio en los más opuestos barrios de la ciudad; el cual, comunicándose con rapidez al maderaje interior de los edificios, levantaba an chas lenguas de llama que mezcladas con-humo subían hasta los cielos iluminando con horribles resplandores todos los objetos. La atmósfera en rarecida aumentó la impetuosidad del viento, que eslendiendo las llamas las propagaba de habita ción en habitación hasta que todo el gran edificio conmovido por el huracán, se hundía con un es truendo semejante a los bramidos de un volcan. Hizose el calor intenso y las nubes de humo -pie como un negro palio cubrían la ciudad, sofocaban y casi privaban de la vista en aquellos barrios a donde eran llevadas por el viento (3). Los españoles estaban acampados en la gran plaza, parte de ellos debajo de toldos, y otros en las salas del Inca Viracocha, cuyo edificio estaba situado sobre el terreno que después ocupó la ca tedral, Tres veces durante aquel terrible día se in cendió el techo de aquel edificio; pero aunque no se hicieron esfuerzos para apagar el fuego, este se estinguió por sí mismo sin hacer mucho daño. Atribuyóse este milagro a la bienaventurada Vir- jen a quien varios caballeros cristianos vieron dis tintamente en los aires sobre el sitio en que debia levantarse el templo dedicado a su culto (4). (1) «Pues de noche heran tantos los fuegos que no parecía sino vu cielo mui sereno lleno de estrellas.» Pedro Pizarro, Descub. y Conq., M. S. (2) «Unas piedras rredondas y hechadas en el fuego y hazellas asqua embolvíanlas en vnos algodones y po niéndolas en hondas las tiravan a las casas donde no alcanzavan a poner fuego con las manos, y ansí nos quemaran las casas sin entendello. Otras veces con flechas encendidas tirándolas a las casas que como heran de paja luego se encendían.» Pedro Pizarro, Descub. y Conq., M. S. (3) «1 era tanto el humo que casi los oviera de ao- gar i pasaron grand travajo por esta causa y si no fue ra porque de la una parte de la plaza no havia casas i eslava desconorado no pudieran escapar porque si por todos partes les diera el humo y el cator siendo tan grande pasaran travajo. pero la Divina Providencia lo estorvó.» Conq. i Pob. del Pirú, M. S. (4) El templo fué dedicado a nuestra Señora de la Asunción. La aparición de la vírjen fué manifiesta no solo a los cristianos sino también a los guerreros in dios, muchos de los cuales refirieron el suceso a Gar- cílasso de la Vega, en cuya pluma lo maravilloso nun ca perdía nada de su brillantez. (Conq. Real, parle II, lib. II. cap. XXV). También lo atestigua el padre Costa, que llegó al país cuarenta años después de este suceso. 5 — Afortunadamente el ancho espacio que había por todos lados entre el pequeño ejército de Her nando y los edificios de la ciudad, separaba a los españoles del teatro del incendio, proporcionándo les un medio de preservación semejante al que em plea el cazador americano que procura rodearse de una circunsferencia de terreno incendiado cuando le sorprende alguna conflagración en los prados. Todo el dia continuó el fuego con furia, y por la noche sus efectos fueron aun mas dolorosos, pues al lúgubre resplandor de las llamas los desgracia dos españoles podían leer la consternación pintada en los rostros malicentos de cada uno de sus com pañeros, mientras en los arrabales y en las alturas que rodeaban la ciudad veian la innumerable mul titud de los sitiadores que con gozo diabólico con templaban su obra de destrucción. Dominando la ciudad hácia el norte se levantaba la cenicienta fortaleza que con el resplandor de las llamas pa recía roja y que se asemejaba a un disforme jigan- te mirando las ruinas de la hermosa ciudad que ya no hatoia de protejer. Mas distante se distinguían también las formas sombrías de los Andes, remon tándose en solitaria grandeza hasta las rejionesdel eterno silencio, donde ya no podía oirse el feroz y horrible tumulto de los guerreros que se ajilaban en sus faldas. Tal era la estension de la ciudad que pasaron muchos dias antes que la furia del fuego se eslin- guiese. Torres y templos, cabañas, palacios y edi ficios particulares quedaron consumidos por las llamas. Por fortuna entre otros se salvaron del in cendio la magnífica casa del Sol y el inmediato convento de las vírjenes, cuya posición aislada ofrecía el medio de conservarlos, medio de que los indios por motivos de piedad (pusieron apro vecharse (1). Toda la mitad de aquella capital que (Lib. Vil, cap. XXVII). Ambos escritores hablan del oportuno auxilio que dio a los españoles el apóstol Santiago, el cual con su escudo, desplegando la divisa de su orden militar y armado con su flamante espada, se precipitaba con su caballo blanco sobre las mas es pesas filas del enemigo. Siempre contaban los españo les con el auxilio de su santo patrón cuando su presen cia era necesaria, dignus vindico nodus. (1) Garcilaso, Com. Real, parte II. lib. II, capi tulo XXIV. El padre Valverde, obispo del Cuzco, que tan seña lada parte tuvo en la captura de Atahuallpa se hallaba ausente del pais en aquella época, pero volvió ai año siguiente; y en una carta al emperador establece el contraste entre la condición floreciente de la capital cuando salió de ella y el estado en que la encontró des pués, despojada así de sus hermosos arrabales como desús antiguas glorias. «Si no hubiera sabido el paraje en que estaba situada la ciudad, dice, no la hubiera re conocido.» Este pasaje es demasiado notable para omi tirlo. La carta orijinal existe en el archivo de Siinan- ca. «Certifico a V. M. que si no me acordara del sitio de esta ciudad yo no lo conociera, a lo menos por los edificios y pueblos de ella; porque cuando el gober nador don Francisco Pizarro entró aqui y entré yo con él estaba este valle tan hermoso en edificios y pobla- ’cion que en torno ternia que era cosa de admiración vello, porque aunque la ciudad en sí no ternia mas de 3 o 4,000 casas, ternia en torno cuasi a vista 19 o 20,000; la fortaleza que estaba sobre la ciudad parescia desde aparte una mui gran fortaleza de las de España: agora la mayor parte de la ciudad está toda derrivada y quemada; la fortaleza no tiene cuasi nada enhiesso: todos los pueblos de alderredor no tionen sino las pa redes que por maravilla ai casa cubierta. La cosa que