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— 44 — joyas y algunos hechos como los de los mejicanos figurando cabezas fantásticas de monstruos con largas filas de dientes y cuyas bocas se abrian ho rriblemente sobre el rostro del guerrero (1). Todo el ejército tenia un aspecto de ferocidad marcial y peleaba con mucha mas disciplina que la que hasta entonces habian visto los españoles en aquel país. La pequeña tropa de jinetes sorprendida por el furioso ataque de los indios se vió al principio un tanto desordenada; pero al fin animándose mu tuamente con el antiguo grito de guerra de «San tiago,» formaron una sólida columna y cargaron atrevidamente sobre las mas espesas filas de los enemigos. Estos, incapaces de sostener el choque, cedieron o fueron atropellados por los caballos o por las lanzas de los jinetes. Sin embargo su fuga se hizo con cierto Orden; y de cuando en cuando volvían caras para disparar una granizada de fle chas o para dar furiosos golpes con sus hachas o clavas. En una palabra, peleaba cada uno como si supiese que le miraba el Inca. Era ya larde cuando abandonaron el llano y se retiraron a la espesura de las elevadas colinas que rodean el hermoso valle del Yucay. Juan Bizarro y su pequeño ejercito acamparon en el llano a la falda de las montañas. Había vencido como de cos tumbre a una multitud inmensa; pero nunca había visto batalla mas bien disputada, y su victoria le había costado la pérdida de algunos hombres y caballos, muchos heridos y oíros muchos rendidos por las fatigas del dia. Sin embargo confiaba en que la severa lección que había dado al enemigo, cuya matanza fue grande, acabaría con su resisten cia. Pero se engañaba. A la mañana siguiente grade fué su desaliento al ver los pasos de las montañas llenos de oscuras líneas de guerreros que se eslendian hasta perder se de vista en las profundidades de la sierra, mien tras masas enormes de enemigos estaban reunidas cual negras nubes sobre las cimas de los mon tes dispuestos a descargar su furia sobre los inva sores. El terreno, desfavorable para las maniobras de la caballería ofrecía grandes ventajas a ios pe ruanos, los cuales desde su elevada posición, domi naban grandes rocas y descargaban una lluvia de armas arrojadizas sobre la cabeza de los españo les. Juan Pizarro no quiso penetrar mas adelante en el peligroso desfiladero; y aunque dio repetidas cargas al enemigo y le hizo retirar causándole considerable pérdida, la segunda noche le cojió con los hombres y caballos cansados y heridos y teniendo tan poco adelantado el objeto de su espe- dicion como en la noche anterior. Hallándose en esta embarazosa situación después de uno o dos dias mas gastados en inútiles hostilidades, le sor prendió un mensaje de su hermano mandándole volver con toda su jente al Cuzco que estaba sitia do por el enemigo. Sin pérdida de tiempo comenzó su relirada, atra vesó de nuevo el valle teatro de la anterior batalla, (1) «Es gente, dice Oviedo mui belicosa e mui dies tra; sus armas picas, e ondas, porras e alabardas de plata e oro e cobre.» (Hist. de las indias, M. S., parle III, lib. VIII, cap. XVII). Xerez hace una buena des cripción de las armas de los peruanos. (Conq. del Perú ap. Barcia, tomo III, p. 200). El padre Velasco ha aña dido otras muchas al catálogo de las que cita aquel es critor. Según él, usaban espadas de cobre, puñales y otras armas europeas. Hist. de Quito, tomo I, pp. 178, 180). No insiste en que les fuesen conocidas las armas de fuego antes de la conquista. pasó a nado el rio Yucay, y contramarchando rá- pidamentete seguido de cerca por su victorioso enemigo que celebraba su victoria con canciones o mas bien gritos de triunfo, llegó antes de anoche cer a la vista de la capital. El espectáculo que entonces se presentó a sus ojos era mui diferente del que había visto al salir del Cuzco pocos dias antes. Todos los alrededores de Ja ciudad hasta donde podía alcanzar la vista estaban ocupados por una poderosa hueste de in dios, que según el cálculo de uno de los conquis tadores compondrían el número de doscientos mil guerreros (1). Las oscuras lineas de los batallones indios se eslendian hasta las mismas crestas de las montañas, y lodo alrededor no se veían mas que banderas y simeras ondeantes de los jefes con ricas armaduras de plumas que a los que habian servido a las ordenes de Cortés les recordaban el traje militar de los aztecas. Sobre toda aquella multitud se elevaba un bosque de largas lanzas y hachas con filos de cobre, que moviéndose acá y allá en desordenada confusión heridas por los ra yos del sol poniente resplandecían como la luz que refleja en el oscuro y turbado océano. Era la pri mera vez que los españoles veían un ejército indio en toda su imponente actitud, un ejército tal como el que los incas conducían a las batallas cuando la bandera del Sol se paseaba triunfante sobre la tierra. Los esforzados corazones de los españoles, si por un momento les desalentó semejante espectá culo, pronto recobraron su valor, y estrechando sus filas se prepararon a abrirse paso por medio de la sitiadora hueste. Pero el enemigo parecía querer evitar su encuentro; y retrocediendo a me dida que se aproximaban, les dejó libre la entrada de la capital. Probablemente los peruanos querían que cayesen cuantas victimas fuese posible en las redes que tenían tendidas, convencidos de que cuanto mayor fuera el número de sus enemigos mas pronto sentirían estos los horrores del ham bre (-2). Hernando Pizarro recibió a su hermano con no pequeña satisfacción, pues le traía un importante refuerzo a su jente, la cual toda unida no pasaba sin embargo de doscientos hombres entre infantes y caballos (3) además de unos mil indios auxilia res, fuerza insignificante en comparación de la innumerable multitud de enemigos que hormiguea ba a las puertas de la ciudad. Los españoles pasa ron la noche con la mayor angustia esperando con el recelo que era natural la llegada del dia. Co menzó el sitio del Cuzco a principios de febrero de 153&, sitio memorable donde se hicieron los mas heroicos esfuerzos de valor por parle de los indios y de los europeos, y donde las dos razas tuvieron ios mas mortales encuentros que hasta entonces habian ocurrido en la conquista del Perú. La multitud de los enemigos parecía no menos formidable durante la noche que con la luz del dia; veíanse grandes e innumerables fuegos en to- (1) «Pues junta toda la gente quel ynga avia embiado a juntar que a lo que se entendió y los indios dixeron, fueron dozientos mil indios de guerra los que vinieron a poner este cerco.» Pedro Pizarro, Descub. v Conq., M. S. (2) Pedro Pizarro, Descub. y Conq., M.S.—Conq. y Pob. del Pirú, M. S.—Herrera, Hist. general, dec. V, lib. VIII, cap. IV.—Gomara, Hist. de las Ind., cap. CXXXIII. (3) «Y los pocos españoles que heramos aun no do zientos todos.» Pedro Pizarro, Descub. y Conq., M. S.